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miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL SUPERVIVIENTE


Vuelve a ser de día, el sol comienza a quemar mi piel y me doy cuenta de que hoy va a ser una jornada calurosa. Me dirijo sigilosamente hacia el pequeño río que encontré hace unas horas, cualquier ruido podría ponerme en peligro. El agua me resulta fresca y agradable. Limpio los restos de sangre que recorren mi brazo izquierdo y verifico que está cicatrizando correctamente. La Organización no ha dado ninguna información, todo sigue igual que ayer, eso significa que somos tres supervivientes y sólo uno podrá ganar el juego y conservar su vida. Cuando me eligieron, no esperaba llegar a este punto, supuse que caería en el primer combate y lo único que me preocupaba era no sufrir demasiado. Ahora creo en mis posibilidades, confío en salir con vida de este juego, de esta isla donde he sido destinada. La única información que recibo del exterior es el recuento de concursantes en forma de pequeñas explosiones que dejan un rastro efímero de humo en el cielo. No tengo ninguna estrategia, creo que no sería posible tenerla, habría que estudiar muchas variables y mi poca fuerza ya no me permite casi planteármelas. Mi principal objetivo es conseguir algo de comida, aun teniendo la suerte de no ser encontrada por los otros concursantes podría morir si no me alimento pronto.

La Organización, antes de dejarme en la isla, me proporcionó una mochila con algunas herramientas. Sabían que manejaba bien el cuchillo, siempre estudian antes a sus victimas y les proporcionan algo que les pueda ser útil, algo con lo que aumente su probabilidad de supervivencia en el escenario que han creado. No sería divertido para ellos que sus concursantes muriesen sin presentar ninguna lucha. Reviso las trampas que hice con el resto de los utensilios que me facilitaron, pienso que, con un poco de suerte, algún conejo habrá quedado atrapado y eso será suficiente para mantenerme un par de días en la isla, aunque parece que la fortuna no está de mi parte, por lo menos no hoy, porque las trampas parecen seguir vacías.

Me acerco un poco más, quiero comprobar que todas ellas sigan correctamente instaladas y que no hayan saltado a consecuencia de alguna rama desplazada por el viento. Me sorprendo, una de ellas está abierta y no parece que sea accidentalmente, todo lo contrario, está rajada a conciencia, como si alguien la hubiera descubierto y se hubiera apropiado de su presa. Unos cuatro centímetros a la derecha me percato de una pisada, parece muy reciente. Mis músculos se tensan, todo el miedo general que he sentido hasta ahora se condensa en la  figura que asoma detrás de los árboles y, por acto reflejo, levanto la mochila para protegerme la cabeza, una flecha se clava en ella. Aprovecho el subidón de adrenalina para lanzar mi cuchillo en dirección a aquella silueta y, apenas pasa un segundo, oigo el grito del concursante mientras veo cómo rápidamente se desploma. Me tiemblan las manos, no es la primera persona a la que mato en este juego, nunca podré acostumbrarme a ello aunque el motivo sea la supervivencia. Mientras recupero mi cuchillo,  nos recuerdan que ya sólo quedamos dos.
Llegados a este punto del juego, la Organización siempre reduce el escenario para provocar el encuentro directo de los concursantes. Así, podrán disfrutar del último duelo lo antes posible. Nos conducen mediante una nueva señal de humo hacia un punto donde dará lugar el combate final. Muchas son las ideas que se me pasan por la cabeza mientras camino hacia ese claro, ¿Y si después de todo este sufrimiento no lo consigo? Imagino que mi adversario sentirá algo parecido, él también querrá vivir. Voy tan absorta en mis pensamientos que he bajado la guardia. Una explosión bastante cercana hace que me eleve medio metro y caiga bruscamente en el suelo. Por suerte, puedo moverme y lo hago mientras el zumbido del oído derecho disminuye lentamente. Granadas, pienso, esa es su arma, pero afortunadamente ha fallado. Cuando intento incorporarme, una bota aparece en mi campo de visión y de nuevo, instintivamente, hago un movimiento que me permite reducir a mi adversario dejándolo debajo de mi cuerpo con el cuchillo afilado apuntando a su garganta. Lleva un pasamontañas puesto y tan sólo puedo ver sus ojos, parece joven, demasiado joven para haber sido elegido por la Organización, pero no me extrañaría nada, esos despreciables seres pueden llegar a ser muy crueles. Por alguna extraña razón su mirada suplicante me resulta familiar y eso me lleva a quitarle la tela que  cubre su cabeza. Vuelvo a mirarle a los ojos,  veo el pánico en su rostro, él también puede verlo en el mío. Suena un disparo en el aire, la Organización quiere que remate la faena, ya imagino a todos esos desalmados, sentados en sus butacas, disfrutando de la escena a la vez que gritan eufóricos, "¡Decídete ya!, ¡Mátalo de una vez!, ¿A qué esperas?".  Pero esta vez es diferente, no puedo hacerlo. Decido dejar caer el cuchillo a un lado, consciente de la consecuencia que eso tiene, y me siento junto al chico de 15 años cuya respiración parece tranquilizarse. Pienso en lo cerca que he estado de conseguirlo y me convenzo de que la decisión es la acertada, hay cosas que superan el instinto de supervivencia.  Cierro los ojos y, aunque sé que no sirve de nada, rezo mientras siento el frío metal atravesando mi cuerpo. Las últimas palabras que puedo escuchar son “Gracias, hermana”.

(Basado en el libro "los juegos del hambre")

jueves, 3 de noviembre de 2011

TE ELEGIRÍA A TI


No sé dónde estoy. Creo estar encerrado en la oscuridad de algún sitio arropado por el silencio. A veces siento paz, sosiego y en ocasiones creo que me elevo por encima de mi cuerpo para expandirme, por momentos, indefinidamente hacia la nada. No sé cuantos días llevo así, perdido en mí mismo, sin saber realmente si existo o estoy atrapado en un mal sueño. Me pregunto si, a pesar de todo, en el tiempo que creo llevar aprisionado, alguien me busca. A veces, creo reconocer la voz de una mujer, suave pero enérgica, que con mucho cariño dice mi nombre, Sam, y el sonido se repite en mi mente, unas cuantas veces, las suficientes para pensar que todavía hay esperanza y que algún día recordaré cómo y por qué llegué a este lugar.

Hoy he vuelto a escuchar esa voz, la de la mujer, pero esta vez no decía mi nombre. Joe, la voz decía Joe y, no sé por qué, de inmediato, la imagen de un niño de cuatro años sobre una bicicleta roja ha aparecido proyectada en mi memoria. Creo que es mi primer recuerdo desde que estoy aquí encerrado. El niño tiene una mirada sugerente y sonríe. Parece que quiere que le siga y mi recuerdo se extiende hasta coger otra bicicleta y acompañarlo. Río, los dos juntos reímos mientras pedaleamos a toda velocidad hasta que una voz vibrante hace que se  desvanezca el bonito recuerdo. No sé por qué no puedo olvidar lo que esa voz ha dicho, “¿crees que se da cuenta?”, darse cuenta, de qué, me pregunto sin cesar, pero ¿es posible darse cuenta en este estado?

El silencio vuelve y me aferro a ese recuerdo, a ese niño sonriente de cuatro años. Quiero que aparezca de nuevo en mi mente para poder perseguirle, me concentro y me esfuerzo todo lo que puedo, no parece dar resultado. Joe, Joe, Joe… repito incansable invocando la imagen y, el pequeño niño, por arte de magia, se convierte en un chico de doce años que tiene un balón de fútbol entre las manos. “Pásame la pelota, Joe”, pienso en ese momento y el niño lo hace sin dudarlo. Miro la pelota, se ha convertido en una esfera cristalina en donde se refleja a otro Joe de pelo más oscuro presentándome a una bella joven, sí, creo reconocerla. Y así paso el día, recuperando de mi memoria imágenes perdidas. Joe está en todas ellas y acabo comprendiendo que es una persona importante en mi vida.

Mientras me sumerjo en todos esos recuerdos intentando obtener la máxima información posible, vuelvo a oír de nuevo la suave pero enérgica voz de la mujer que parece iniciar una conversación.

- Creo que será lo mejor
- ¿Estás segura, Julia?
- No lo sé. ¿Y si puede oírnos? ¿Y si sabe lo nuestro?
- No, no lo creo, Sam se fue hace mucho tiempo.

El sonido de sus voces se amplifica en mis oídos. Las imágenes que he ido recordando se van ordenando progresivamente en mi memoria. Todo comienza a tener sentido. No me importa recordarme tumbado en el borde de una carretera. No me duele seguir aquí encerrado, en esa habitación con vistas a ningún lado. Lo que me duele es haber sido traicionado. Joe, mi mejor amigo, está ocupando mi sitio. Siento rabia, el dolor me abrasa y, con su calor, voy quemando las imágenes recuperadas, incluida esa en la que fue padrino de mi boda con Julia. Lucho inútilmente por apartarlo de mis recuerdos aunque soy consciente de que tengo perdida esa batalla, no puedo odiarlo eternamente. Mi fiel amigo Joe, el que siempre estuvo a mi lado, ahora parece continuar con mis pasos, los que yo debería de haber dado si no me hubiera atropellado aquel coche. Visualizo una imagen de ellos dos juntos, Julia y Joe, y la razón me lleva a la calma. Por primera vez en este sitio me siento libre. Quizás ahora ya esté preparado para marcharme. Mi mejor amigo cuidará de la persona que más he querido. Cierro los ojos y deseo que decidan desconectarme.

martes, 25 de octubre de 2011

PASARÁ POR ALLÍ


           Todo pueblo que se precie tiene, al menos, un edificio que capta nuestra atención sin que sepamos explicar por qué. Desde muy pequeño Marvin había tenido claro que, ese edificio, era la antigua biblioteca del pueblo con su alta torre. Todos los días, a la salida de la escuela, pasaba por delante de la puerta y, cuidadosamente, se asomaba por una de las ventanas que quedaban a su alcance. A pesar de no poder ver nada en su interior, por unos momentos imaginaba qué es lo que se conservaría de aquella antigua biblioteca y miraba siempre la puerta esperando algún día encontrarla abierta para poder explorar a su antojo aquel misterioso edificio. 

             Ese día tan esperado llegó en el duodécimo cumpleaños de Marvin. Cuando regresaba de la escuela se paró frente al edificio. Notó una pequeña ráfaga de aire recorrer su cuerpo e, instintivamente, se giró hacia la puerta. Siempre le había parecido enorme, aunque la diferencia con respecto a otros días no estaba en su tamaño, sino en su posición, estaba entreabierta. Marvin interpretó aquel hecho como una invitación a pasar. Se aseguró de que nadie le viera, aunque a esas horas, en invierno, los edificios quedaban recortados a la luz de las farolas y el silencio se imponía en las calles. Una vez dentro de aquella enigmática construcción, Marvin agradeció llevar en su mochila la pequeña linterna que le había regalado ese mismo día su madre. Iluminó con ella  la habitación. El haz de luz recorrió las paredes de la diáfana sala hasta vislumbrar el comienzo de una escalera, sin dudarlo ni un momento se dirigió hacia ella. Marvin intuía un acceso a la torre. Siempre se había preguntado cómo se vería el pueblo desde esa altura, ningún otro edificio superaba a esta vieja torre. Cuando Marvin subió los setecientos escalones, el corazón le latía tan fuerte que era lo único que en aquel momento podía escuchar. Esperó a poder respirar con normalidad y se acercó a una de las almenas. De puntillas, observó su pueblo desde lo alto. Podía ver el tejado de la casa de su amigo Jim, un poco más lejos el de su amigo Jack y, así, fue identificando uno a uno todos los tejados de las casas de sus amigos. Al llegar al final del pueblo, donde ya no había más tejados que reconocer, se vio sorprendido por una línea recta, formada a base de luces en movimiento uniforme que iban y venían en ambos sentidos. A Marvin aquello le recordaba a una autopista, pero bien sabía que por  Madison Creek nunca había pasado ninguna y tampoco tenían planificado hacerla. Se quedó allí, durante unos minutos, absorto en el vaivén de las luces.

            Una vez fuera del edificio, Marvin sintió curiosidad por ver de cerca lo mismo que había avistado desde la torre. Comenzó a callejear por el mismo recorrido que su vista había realizado desde las alturas. Al llegar al límite del pueblo, comprobó, que no había rastro de esas luces en movimiento y, ni mucho menos, rastro de una autopista. Agotado, se sentó en el suelo. Al apoyar sus manos, notó vibraciones similares a las que se podrían percibir si hubiera vehículos pasando cerca. Aquellas vibraciones disminuyeron su intensidad poco a poco y se convirtieron en pequeños golpecitos, como si de código morse se tratase. Marvin no pudo despegar las manos del suelo hasta que finalizaron todos y cada uno de ellos. Asustado, se apresuró a llegar a su casa. Nada más ver a su madre gritó “pasará por aquí”.

            En Madison Creek no se habla de otra cosa. Han iniciado unas obras al final del pueblo, todos se preguntan qué es lo que van a construir, todavía no hay noticia oficial de ello aunque Marvin sabe muy bien de qué se trata. La antigua biblioteca ha sido restaurada y, ahora, se puede subir libremente a la torre para contemplar las vistas que ésta ofrece. Hoy, Marvin, encara de nuevo los setecientos peldaños, una vez arriba,  ya sin necesidad de empinarse, observa la autopista y sonríe, es consciente de que cuando finalicen las obras, ya no será el único en verla desde esa torre.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

QUIERO VOLAR


 
 Cuando el señor Flint giró el pomo de la puerta oyó una voz que le decía: “te echaré de menos”. El señor Flint creyó reconocer aquella voz, apagada y triste, que parecía despedirle del mundo. Sin embargo, su vida no parecía acabarse en aquel momento, todo lo contrario, detrás de aquella puerta se escondía una radiante luz que lo guiaba hacia una habitación repleta de colores. De unos años a esta parte, la vida del señor Flint había transcurrido entre una escala de grises. Su mañana, blanca rota, se perlaba hasta llegar al medio día y después, siguiendo una suave transición, se convertía en gris plomizo. Nada tenía que decir su noche con respecto a esta escala de grises, un negro azabache le arropaba y, mientras descansaba, ese gris, se aclaraba para dar comienzo a un nuevo día.  Atraído por aquellos nuevos colores, el señor Flint avanzó hasta el centro de la habitación, donde reinaba el silencio y, sin saber aún demasiado bien qué es lo que  estaba haciendo en aquel espacio, se dejó caer en el suelo.

El señor Flint sólo era capaz de recordar su nombre, Edward, sin embargo, a pesar de esta circunstancia, parecía disfrutar de la tranquilidad de aquel lugar. Dejó que su visión se perdiera entre aquellos colores y, como si  de un proyector se tratase, filmó, en una de las paredes, la suave sombra de una mujer. Al señor Flint le pareció reconocer en ella a alguien. Sentía que aquella figura, que en ocasiones parecía intentar atraparle, era alguien importante. Se quedó allí, simplemente mirándola, mientras los rayos luminosos seguían coloreando la habitación. Pasado un tiempo, la silueta dejó de intentar apresarlo y se fue difuminando hasta que despareció de su campo de visión. El señor Flint notó por primera vez en aquella sala cómo la tristeza recorría su cuerpo y, aunque no sabía muy bien por qué, intuía que algo se acaba de escapar.

El señor Flint pasó un largo rato allí sentando, intentaba pensar en su vida, pero tan sólo seguía recordando su nombre. Tampoco le inquietaba estar allí estático, su mente se mantenía en calma como nunca antes lo había estado y eso no le desagradaba. El sonido de unos pasos le alertó de una  presencia. Ya no estaba solo, aquella voz hueca confirmó su sospecha. El eco de la habitación hizo que escuchara su nombre varias veces. Se levantó y dirigió una mirada hacia el origen de la voz. Allí pudo ver a un hombre que, con su túnica blanca, destacaba entre todos los colores.

-¿Señor Flint, se encuentra usted bien?

El señor Flint, a pesar de no seguir recordando nada, estaba seguro de que nunca se había encontrado tan bien como en aquel momento. Aquellos esperanzadores colores le hacían sentirse vivo.

                - Dígame Señor Flint, ¿Qué es lo que usted más desea en estos momentos?

Y casi de forma automática, el señor Flint respondió a esa pregunta con una contundente respuesta.

                - Quiero volar.

Aquel hombre se acercó al señor Flint y, dándole una palmadita en la espalda, le respondió:

        - ¿A qué está usted esperando, Señor Flint? – a la par que le señalaba una de las ventanas de la habitación.

El señor Flint, sin dudarlo ni un momento, se subió al alfeizar de la ventana, estiró los brazos y echó a volar. Mientras se alejaba de aquella ventana, quiso echar un último vistazo hacia atrás. A través de un cristal, pudo distinguir de nuevo  la silueta de una mujer que, aferrada con fuerza al cuerpo de un hombre inerte, parecía vaciar su mirada siguiendo la trayectoria de una gaviota que se alejaba volando de aquella escena.

viernes, 19 de agosto de 2011

LLAMADAS PERDIDAS



Cuando mi amigo Marcos me dijo que iba a crear un centro de “llamadas perdidas” pensé que se había vuelto loco. El siempre había creído en la teoría de los universos paralelos y cada vez que veía una llamada perdida en mi móvil me decía “Imagínate que hubieras llegado a tiempo para coger el teléfono”. Luego me miraba con esa sonrisa que le caracterizaba y proseguía diciéndome “… aunque quizás en otro universo lo hayas hecho y esa conversación esté grabada en un espacio-tiempo diferente al nuestro”. Yo no creía demasiado en las realidades paralelas y mucho menos en la posibilidad de rescatar algo de éstas, pero mi amigo Marcos decidió desafiar todas las leyes del universo y construir ese centro de “llamadas perdidas”, un lugar donde se pudieran rescatar de otra dimensión las conversaciones que una persona hubiera mantenido en caso de atenderla.

Nunca pensé que iba a precisar de los servicios de mi amigo Marcos, yo era de los que opinaba que si no había llegado a coger una llamada no me solucionaría nada conocer, pasado un tiempo, el mensaje que ésta pudiera contener. Desde luego, yo debía de ser una excepción puesto que el centro de “llamadas perdidas”, el LCC como Marcos lo había llamado, no paraba de aceptar solicitudes de personas que querían conocer la conversación, derivada de una llamada perdida, que hubieran podido tener.

Fue la mañana del 14 de Julio cuando necesité la ayuda de  Marcos en el LCC. En  un sólo día había acumulado 20 llamadas perdidas de un número desconocido, el 555123456. No entendía cómo se las había apañado para pillarme fuera de cobertura, con el móvil en silencio o apagado. Decidí marcar yo mismo el número de teléfono para averiguar quien se escondía detrás de esas misteriosas llamadas y me llevé una gran sorpresa cuando la voz de un contestador automático me decía una y otra vez “El número marcado no existe”. Le conté mi caso a Marcos y enseguida, como favor personal, dio prioridad al análisis de mi llamada. Le di todos los datos necesarios y el procesador del centro de cálculo trabajó durante un buen tiempo hasta que la pantalla mostró el resultado obtenido. Una coincidencia, esto significaba, según mi amigo Marcos, que sólo en uno de los muchos espacio-tiempo posibles había logrado tener esa conversación, algo inusual porque siempre solían existir más de una ocurrencia para una misma llamada. En cierto modo sentí alivio por sólo tener que escuchar una conversación. La grabación obtenida empezó a reproducirse con el sonido de mi voz:

- ¿Si?
-  Álvaro… no tengo demasiado tiempo, tienes que escucharme, es importante.
-¿Quién es usted?
- Soy… bueno, alguien que te conoce bastante bien, por favor escucha atento lo que tengo que decirte.
- Pero… ¡¿Quien es usted?!
- El vuelo 512, destino Berlín, no lo cojas, Álvaro….

Cuando la reproducción acabó, mi amigo Marcos me preguntó “¿no es ese el vuelo que debes coger mañana?”. No pude contestar en aquel momento, aquella grabación me había dejado sin palabras, la voz, a pesar de la disfonía que presentaba, me era bastante familiar, sin embargo, no conseguía ponerle cara.

Le di bastantes vueltas a esa conversación durante aquel día, algo me hacía pensar que debía de hacer caso a esa misteriosa voz que había intentado llamarme desde ese enigmático número, inexistente para las operadoras móviles. Así fue como decidí quedarme al día siguiente sentado en el aeropuerto viendo cómo el vuelo 512, destino Berlín, despegaba con la corazonada de que no llegaría a su destino. Una hora más tarde, un trágico accidente, que acabó con la vida de 50 personas, confirmó aquel presentimiento.

Tardé tiempo en superar aquello, tras el accidente,  pasé dos años marcando cada día, sin excepción, ese número de teléfono, el 555123456, con la esperanza de que algún día alguien lo cogiera y pudiera explicarme lo sucedido, pero siempre obtenía la misma respuesta, “El número móvil marcado no existe”, y dejé de hacerlo cuando comprendí que marcar aquel número a diario no cambiaría el hecho de que yo hubiera burlado a la muerte y, desde luego, no devolvería la vida a aquellos que viajaron en el vuelo 512 aquel fatídico 15 de Julio.

Las casualidades de la vida hicieron que un día 14 de Julio, 10 años más tarde de toda esa historia, estrenara puesto de trabajo en mi empresa. Me fue inevitable pensar en aquella conversación rescatada de otro espacio-tiempo y en el accidente de avión. Miré el reloj que colgaba en la pared de la oficina con impaciencia, mi secretaria aún no había llegado y necesitaba mi nuevo móvil para empezar a hacer mis primeras llamadas como director general de ventas. La vi salir del ascensor, sonriente, con el móvil en la mano. Aún recuerdo claramente la conversación:

- Buenos días Señor Sánchez, ¿Cómo se siente siendo director general de ventas?
- Se lo diré cuando lleve una semana, Verónica. ¿Tiene mi nuevo móvil?
- ¿Le pasa algo en la voz, Señor Sánchez?
- Nada que no se cure con unas buenas vacaciones, Verónica.
- Tome, Señor, su nuevo móvil. Anote su número, haga el favor: 555123456.

Al oír aquellas cifras, una, por una, la habitación empezó a girar a mi alrededor. Aunque llevaba años sin marcarlo, recordaba perfectamente todas y cada una de sus cifras. Al coger el móvil, por alguna extraña razón, supe cual sería mi primera llamada y, sin dudarlo ni un momento, mis dedos, como si de un acto reflejo se tratara, ya estaban marcando un número, si, un número que también recordaba perfectamente, el número móvil del cual fui propietario hace ya más de 10 años.

domingo, 14 de agosto de 2011

FALSIFICANDO UN RECUERDO

Susan Fisher no recuerda cómo conoció a Mark Taylor aunque tampoco le fue necesario hacerse esta pregunta ya que siempre lo recuerda a su lado. Los padres de Susan y Mark habían sido amigos desde la infancia y ellos había pasado mucho tiempo juntos. Todos los álbumes de Susan estaban llenos de fotos junto a Mark: jugando, bañándose, disfrazándose, celebrando sus cumpleaños. Cuando fueron creciendo, aunque sus padres ya no  se veían tan a menudo, a Susan y a Mark  les gustaba pasar el día juntos y los vecinos de Sharon Hill, que los había visto crecer, empezaron a bromear, incluso a asegurar que algún día se casarían. No sé si Mark alguna vez pensó en esa posibilidad pero Susan sí, así lo creía ella y más aún cuando a la edad de 17 años su relación, por fin, se hizo oficial. Susan había leído en algún libro que hay ciertas imágenes que quedan grabadas en la mente, como escenarios a los que, no importa el tiempo que pase, uno siempre puede volver. Susan ya había falsificado uno de esos recuerdos, el recuerdo de su boda, y volvía una y otra vez a éste, siempre de la misma forma, sin modificar ningún elemento. Se veía, vestida de blanco, del brazo de su padre, caminando hacia el altar de la única iglesia de Sharon Hill. Mark, sonriente, le esperaba con su smoking negro mientras los invitados, con gesto de aprobación, aguardaban impacientes el sí de los novios.


Cuando Susan y Mark comenzaron la universidad se prometieron pasar juntos el mayor tiempo posible. Esto, a veces, era difícil debido a las distintas necesidades y calendarios que les requerían sus estudios. No obstante, a pesar de su distanciamiento, Susan Fisher seguía pensando en Mark como el hombre de su vida y esperaba casarse con él. Lo que no había tenido en cuenta Susan Fisher es que falsificar el recuerdo de algo que no ha sucedido no asegura el hecho de que éste  ocurra, y menos, de la misma forma en que lo guarda la memoria. De este pequeño destalle se dio cuenta ese mismo año cuando tuvo que volver a modificar ese recuerdo en contadas ocasiones. Si, cuando sus padres se enfadaron con la señora Fill, cuando Terry, su vecino, murió o cuando se enfadó con su  mejor amiga Martha, la cual durante una larga temporada no estuvo invitada a esa boda imaginaria y, desde luego, estuvo muy lejos de ser su dama de honor. A Susan Fisher no le importaba modificar ese recuerdo una y otra vez. Susan Fisher aprendió ese año que podía seguir falsificando futuros recuerdos, lo único que había  que hacer era adaptarlo a las nuevas circunstancias.


Pero, ¿todas las circunstancias pueden ser modificadas? Susan así lo creía, tal era su amor por Mark que pensó que ningún hecho, por muy inesperado que fuera,  podía arrebatarle su boda de ensueño, esa  en la que lo único que ya no cambiaba eran ella y Mark Taylor.


Lo que no le contaron a Susan Fisher es que en toda falsificación de “futuros recuerdos”  hay circunstancias que nunca podrán adaptarse a ese juego. La mañana en que Mark Taylor le presentó a Melissa Gray, una chica rubia de ojos claros que parecía conocer demasiado bien los gustos de Mark lo único que  Susan pensó fue en dónde la colocaría en esa foto de su boda. ¿Era muy amiga de Mark? ¿Desde cuando la conocía? ¿Llevaría a su pareja? Por ahora no había ninguna pieza que se le hubiera resistido para colocar en el puzzle de su boda y, por supuesto, Melissa no iba a ser la primera. Susan Fisher quiso conocer los gustos de de Melissa Gray y para ello le insistió a Mark en que viniera acompañada por ella en sus siguientes encuentros. En realidad, quería saberlo todo sobre ella, cuanta más información tuviera mejor podría construir su presencia en su imaginaria boda. ¿Cuál era su color favorito?, ¿Qué tipo de vestido le gustaba? Se dio cuenta de que Melissa y ella se parecían más de lo que ella nunca hubiera podido esperar y la confianza que esto les generó hizo que un día Susan le contara su boda imaginaria con Mark. Melissa la escuchaba con atención, incluso se permitía el lujo de realizar pequeñas anotaciones que a Susan parecían gustarle y las aceptaba sin ninguna objeción. Nunca antes había dejado que nadie modificara ese momento, ni si quiera Mark, sin embargo Susan se sentía cómoda con Melissa, como si  fuera su alma gemela e intuyera qué era lo más adecuado para ella.

Hoy no era una día cualquiera, no en Sharon Hill, las campanas de la iglesia anunciaban la esperada boda. Si, todo estaba como Susan Fisher había imaginado en su última construcción mental. Era un día soleado. Mark lucía un elegante smoking. Todos lo invitados de Sharon Hill vestían sus mejores galas para el evento. Todo estaba a gusto de Susan Fisher, si, pero curiosamente también lo estaba al de Melissa Gray. El que tendría que haber sido el mejor día en la vida de Susan se convirtió en su mayor pesadilla. Aquel día se vio sustituida en su propio recuerdo por una radiante Melissa Gray que había cautivado con su encanto a todo el pueblo. Llevaba su vestido, sus medias, sus zapatos, su ramo de flores, su peinado…  Si, nadie había advertido a Susan Fisher del peligro que tiene falsificar un futuro recuerdo: cuando no se cumple, es muy doloroso borrar el verdadero.

miércoles, 27 de julio de 2011

FOTOGRAFÍAS




Conocí al tío Pedro a través de la fotografía que reposaba en la mesita del salón. Cuando era pequeña, ni si quiera me atrevía a mirarla y al pasar por su lado me daba la impresión de que el tío Pedro me estaba observando. Si algo tenía de especial aquella fotografía con respecto a las otras era su carencia de color. Ninguna de las demás instantáneas que adornaban el piso eran en blanco y negro. A la edad de doce años, mi madre me contó que el tío Pedro murió en un accidente de coche, como es lógico, aquella historia hizo que los siguientes años contemplase la foto de una forma más compasiva.

Luis era mi mejor amigo, siempre me había llamado la atención su casa. Su madre pensaba que cualquier lugar de ésta era bueno para poner una foto de su hijo. Los días más importante de la vida de Luis se enmarcaban en diferentes tamaños y colores y decoraban cualquier rincón del piso. Un recorrido por los pasillos era un viaje por la historia de su vida, desde su bautizo hasta su graduación, último evento importante. En ocasiones pensé que en la casa de Luis faltaba una foto como la del tío Pedro, observando desde lo alto de una mesa, porque a pesar de las numerosas fotografías que había, curiosamente, ninguna era en blanco y negro. 

Hay días que nunca se olvidan y ese cinco de Julio quedará  grabado siempre en mi memoria. Luis se iba de viaje para pasar unos días con sus primos a Guadalajara. La emoción le dominaba porque horas antes había ido a recoger su coche nuevo. Me llamó, como era habitual en él, para pedirme un favor y me estuvo contando lo bien que iba su Audi, se conducía sólo, decía excitado. Me dijo que todavía le quedaban cincuenta kilómetros para llegar al destino y que me llamaría a la mañana siguiente. Siempre lo hacía, no había día que no hablase con Luis, como mejor amigo que era habíamos compartido todo desde la infancia. Nunca le negaba ningún favor y  menos el que me pidió aquella tarde, algo tan sencillo como acercarle a su madre la chaqueta que se dejó olvidada en mi casa.  Recuerdo cómo la madre de Luis, a la cual yo apreciaba mucho, me abrió la puerta y me recibió con una amplia sonrisa. Al entrar en el salón una extraña sensación recorrió mi cuerpo y advertí cómo todas esas fotografías, en las que Luis se veía retratado, parecían reclamar mi mirada. No pude contener mi asombro al darme cuenta de que todas ellas, sin excepción, habían perdido su color. Ahora la vida de mi amigo pasada por delante de mis ojos como una secuencia de diapositivas en blanco y negro. Luis presentaba en sus fotografías la misma mirada ausente de la que tantas veces de pequeña, en el salón de mi casa, había huido. No entendía lo que estaba sucediendo, la fotografía del tío Pedro irrumpió en mi mente y casi sin darme cuenta mis dedos marcaban el teléfono de mi madre.

 - Mamá, ¿puedes decirme de qué color es el libro que sostiene el tío Pedro en la fotografía del  salón?
-    ¿Para qué quieres saber eso, hija?
-      ¡Mama, es importante!  
-   ¿Pasa algo, hija?
-   ¡Mamá, contesta a la pregunta, por favor!
-      Rojo, hija, el libro que tiene el tío Pedro en sus manos es rojo. Vaya cabeza tienes, Laura, con la de veces que has visto esa foto…

            Mis manos se quedaron sin fuerza, el móvil resbaló entre mis dedos golpeándose contra el suelo mientras una melodía, al otro lado de la habitación, sonaba como presagio de lo inevitable. La madre de Luis se apresuraba a descolgar el teléfono, segundos más tarde, un grito de angustia se expandía por toda la casa. Inmóvil, en medio del salón, ante el llanto desconsolado de su madre, sentí la mirada de mi amigo Luis desde cada una de sus fotografías cuyo color nunca más podrán ver mis ojos.

miércoles, 20 de julio de 2011

SU PEQUEÑO MILAGRO



            Cuando quiso decir buenos días las palabras quedaron detenidas en su garganta y lo único que consiguió emitir fue un extraño sonido. Nunca pensó que aquella afonía sería el  presagio de un largo calvario. De un día para otro su expectativa de vida se vio reducida, como mucho, a un año y medio. En aquel momento, más de una vez, intentó encontrar una explicación a la pregunta: “¿Por qué a mí?" No tuvo sentido hasta que la escuchó en boca de otros, en aquella sala de hospital, donde más que “cobrar sentido” iría “cobrando vidas”.  

            Pasaba tres días completos del mes enchufada a una máquina.  Mientras duraba el tratamiento dejaba la mente en blanco y se olvidaba del personal sanitario que le rodeaba, de la cara de los demás enfermos, de la camilla donde se tumbaba... Luchaba contra el sonido de la  máquina de rayos donde completaba la terapia. Se consolaba con una vida que estadísticamente nunca tendría, deseaba volver a su casa y despertar de esa pesadilla. Pero nunca sucedía. Los días posteriores al ciclo de quimioterapia, mientras ésta seguía abrasando sus venas, se encerraba en su cuarto para que nadie la viera. A veces, en medio de la tarde, la puerta se abría y se deslizaba sigilosamente, para que nadie la oyera, hasta el servicio. La diferencia entre ella y otros enfermos como ella estaba en la capacidad que tenía de transformar sus propias circunstancias en algo positivo. En cuanto el cuerpo se lo permitía, volvía a su vida cotidiana entre ánimos y risas porque, sí, tenía cáncer, pero esos días se encontraba bien.

             Cuando le comunicaron que el tratamiento no le estaba haciendo efecto, a pesar de lo que esto significaba, sintió un gran alivio. Lo que pasó por su cabeza fue que  ya no tendría que ir más al hospital, que no tendría que pasar diez días encerrada en un cuarto recuperándose de aquella quimioterapia a la que tanto temía. Se vio quitándose la peluca y  peinando de nuevo su melena. Se vio eligiendo traje para la graduación de su hija, pensó en sus próximas vacaciones y, mientras hacía planes de futuro, los demás pensaban en lo que los médicos habían dicho, el cáncer estaba en un estado muy avanzado y la cuenta atrás, definitivamente, había comenzado.

            El tiempo pasaba, irremediablemente, mientras ella seguía viviendo con optimismo. No quería volver a oír hablar de la quimio. Cualquier cosa menos eso, se decía a sí misma, y así, aquella mañana, dirigió sus pasos hacia el centro médico donde le harían algunas pruebas para determinar el estado de su enfermedad. Aún recuerda la cara del médico, mezcla de incredulidad y sorpresa, cuando vio los resultados. No había una explicación científica para ese proceso, el tumor había remitido en esos meses sin tratamiento, su tumor en fase IV, inoperable y mortal, ahora podría pasar por quirófano para ser extirpado. 

Hoy, 10 años más tarde, mientras se mira al espejo observa en medio de su pecho, ascendiendo hacia el cuello, esa cicatriz vertical que siempre le recordará que esa historia le sucedió a ella. Hoy vuelve a formularse la pregunta que inició todo este proceso “¿Por qué a mí?” y mientras obtiene la respuesta de siempre, ante lo inexplicable de los hechos, se da cuenta de que la vida le concedió su pequeño milagro.

domingo, 17 de julio de 2011

MIENTRAS NO TENGAMOS ROSTRO


Hoy Jack está obligado a viajar al pasado, a aquella etapa adolescente donde el miedo no existía, donde siempre era el dueño de la situación y donde sus actos no tendrían consecuencias mientras no tuvieran rostro y quedaran en el anonimato. Lo que no sabía Jack es que aquella fatídica noche dejaría de ser el joven inmortal que se creía cuando la adrenalina le corría por sus venas y que ese recuerdo le perseguiría el resto de su vida.

Habrían de pasar varios meses para que Jack  pudiera olvidar levemente aquella noche de verano. Hoy vuelve a repasar aquellas imágenes que tanto le atormentaron desde un ángulo diferente a las que almacena su memoria. La piedra que arrojó con sus propias manos desde aquel puente cuando era sólo un adolescente vuelve a precipitarse al vacío a través de las imágenes de un difuso vídeo. Siente de nuevo el impacto de la piedra contra un coche, que nunca debió pasar por allí,  y completa su memoria con imágenes que jamás llegó a albergar  porque el pánico le hizo huir de aquella escena. Ha dedicado mucho esfuerzo a desintegrar esa piedra en su cabeza y borrar el sentimiento de culpabilidad de aquel accidente, pero hoy Jack vuelve a ser el mismo adolescente que arrojó aquella roca sintiendo la necesidad que tuvo en su día, escapar cobardemente del mismo escenario. Jack nota cómo su respiración se acelera, no recuerda a ninguno de sus amigos grabando la escena, sin embargo, ahí está la prueba del delito reproduciéndose en la pantalla de su portátil.

Eleanor Watson era conocida en todo Creekville por su bondad. La noche en la que el coche de Eleanor se salió de la calzada chocando trágicamente contra uno de los muros del puente viejo, fue uno de los días más tristes de Creekville. Todos y cada uno de los habitantes tenían un recuerdo especial de Eleanor, todos, en algún momento de su vida, fueron sorprendidos por esa amabilidad desinteresada que le caracterizaba. Después de realizar algunas investigaciones sobre el accidente, se llegó a la conclusión de que una roca se había desprendido del puente y la mala suerte hizo que impactara con el coche. Eleanor perdió el control y se estrelló contra el muro.

Con su mano temblorosa, Jack consigue apagar el portátil. La muerte de Eleanor Watson se instala como un virus de nuevo en su cabeza. Jack intenta calmarse repasando cada una de las imágenes que el vídeo muestra del accidente. Ese vídeo no prueba que él lanzara esa piedra desde el puente. Jack repite en voz alta lo mismo que le dijo a sus amigos, aquellos que compartieron con él aquella noche. “Nadie nos ha visto, así que mientras no tengamos rostro, nadie podrá culparnos”, y así sellaron aquel pacto de silencio, conscientes de que su amistad ya no sería la misma. A pesar de todos esos razonamientos tranquilizadores, aquella noche Jack no consiguió conciliar el sueño. El video se proyectó indefinidamente en su cabeza hasta que los primeros rayos de sol penetraron por su ventana.

Todos los días, a la misma hora, Jack recibe el vídeo acompañado del mismo mensaje: “Sé lo que hiciste, es hora de que pagues por ello”. Esas imágenes le acompañan desde el comienzo de su jornada, forman parte de su vida y, mientras se pregunta "¿Por qué ahora?", su obsesión por el accidente crece y Eleanor empieza a aparecer en algunos lugares, cruzando la calle, entrando en una tienda, subiendo a un autobús, sonriéndole desde el otro lado de la acera, incluso sentada a su lado cuando cena. Los días van pasando y el peso de la conciencia le va poco a poco minando. Eleanor ya  le sigue a todas partes, le habla, le llama y a veces le pide auxilio, ese que le negó en su día. Eleanor se acuesta en su cama, se arropa con sus mismas sábanas, a veces le aprieta, le ahoga  y él se despierta siempre con su grito acompañado del fuerte pitido de un claxon. El rostro de Jack ha sido desvelado y lo único que tiene claro es que, por mucho que corra, ya no podrá escapar de sus propios actos.

Alguien aprieta de nuevo el botón REC de una Panasonic enfocando el puente viejo. A través de la pantalla, Jack se convierte en protagonista de la película y se transforma en la piedra que un día arrojó por el puente. Rachel R. Watson cree que hoy se ha hecho justicia y guarda la cámara en su mochila maldiciendo aquella noche en la que su madre perdía la vida mientras el amor que ella sentía por Jack se transformaba en cenizas.

jueves, 9 de junio de 2011

TU VIDA O SU MUERTE


Se presentó una noche de invierno envuelto en una niebla espesa con un sombrero vaquero negro en la mano. Llamó a la puerta tres veces y el sonido se extendió por toda la casa mientras hacía eco sordo en mis oídos. Sentí cómo el frío de la noche recorría mi cuerpo y me quedé por un instante atrapada en aquel momento. No esperaba a nadie, el reloj de pared marcaba impasible su hora dando comienzo a ese día cuya fecha quedará grabada en mi memoria hasta el día de mi muerte.


Aquel señor podría tener unos sesenta y cinco años. Yo le miraba mientras él fijaba sus ojos en mis manos temblorosas. Ese halo misterioso que lo recubría me hipnotizó por completo. Posó su mano sobre mi hombro mientras pronunciaba unas extrañas palabras que, en días como hoy, aún resuenan en mi cabeza. Después, con su otra mano, dejó caer el sombrero sobre la mía. No pude decir nada, inmóvil le miraba buscando una explicación a esa escena. El hombre de pelo lacio se giró silenciosamente y arrastró sus pies hacia la bruma de la noche para fundir su imagen con ella por completo. Estudié minuciosamente el sombrero negro y encontré una nota dentro. Leí las frases escritas varias veces hasta que creí comprender que no era más que un estúpido juego. Un sombrero mágico que concedía una fortuna si lo llevabas puesto durante un día a cambio de la vida de una persona en otro lugar del planeta.

 Tuvieron que pasar varias semanas para que volviera a fijarme en el sombrero. Me lo puse en la cabeza y me miré en el espejo mientras el reflejo de mi propia imagen me analizaba sin piedad. Mis deudas apretaban cada vez más fuerte la soga de mi desdicha y mientras los días se deslizaban indiferentes a estos problemas financieros, nadie parecía venir en mi auxilio a aflojarla. En aquel momento, mi solución simplemente parecía pasar por lucir un singular sombrero mientras aguantaba la mirada de la gente bajo un puñado de dedos señalando mi cabeza. Tan desesperada era mi situación que en un arrebato de locura, delante del espejo, decidí que no pasaría nada por probar suerte y vestirme con éste. Total, la supuesta magia del sombrero encontraría el camino para darme la riqueza y una persona totalmente desconocida moriría en algún lugar del planeta, un hecho que con independencia de llevarlo puesto, lamentablemente, iba a suceder quisiera o no quisiera.
 
Esperé a que el sol se ocultara y permanecí sentada en el sofá de mi casa. Doce serían las campanadas para ponerme el sombrero en mi cabeza y doce serían las campanadas que aguardaría para podérmelo quitar. El día transcurrió tranquilo entre las risas y el murmullo de la gente por ese singular sombrero que en ningún momento se despegó de mi cabeza. Así dejé pasar el tiempo hasta que las manecillas del reloj volvieron a juntarse. Tres golpes retumbaron en la puerta igual de secos que los de aquella noche. El mismo hombre esperaba paciente tras la puerta para recuperar su sombrero a cambio de un cheque con una valiosa cantidad de dinero que solucionaría todos mis problemas. Tras el intercambio pude oír perfectamente la frase que salió de sus labios, esa frase que constantemente sigue repitiéndose en mi mente todas las mañanas cuando despierto: “Enhorabuena, Larry Lambert ha muerto, pero tus problemas se han solucionado”.

 Han pasado cinco años desde aquel suceso y hoy, paseando por el parque, me ha parecido ver ese sombrero entre la multitud. Recordar esa imagen me ha hecho sentir el frío de una hoja de acero atravesando mi cuerpo. No hay día que no haya dejado de pensar en el hecho de que un tal Larry Lambert muriese para que yo pudiera vivir el resto de mi vida tranquilamente. Hoy tengo la extraña sensación de que ya es demasiado tarde para todo, vuelve a ser una noche de niebla espesa y la imagen del sombrero en una cabeza ajena más que nunca me atormenta porque sé que por ello alguien va morir. Siento cómo el latido de mi corazón se frena en seco. Son las doce de la noche, el reloj de pared que dejó de funcionar hace ya más de un año vuelve misteriosamente a marcar su hora. Cierro los ojos porque sé que mi día ha llegado, mi alma se fundirá con el silencio de la noche mientras en algún lugar del planeta, una persona se quita el sombrero y espera ansiosa la cantidad de dinero que resolverá sólo por un tiempo todos sus problemas.

miércoles, 25 de mayo de 2011

AL OTRO LADO DEL MOSTRADOR



Alguien ha apagado las luces del local mientras Antonio se mantiene en silencio al otro lado del mostrador. Inmóvil, contiene la respiración mientras una presencia extraña se desliza por la sala. Esta sensación le dura un par de segundos, o a caso menos. Antonio apoya una mano sobre el mostrador a la par que le llega el sonido de una puerta cerrándose. Mantiene la esperanza de que alguien encienda de nuevo las luces para recobrar la normalidad, sin embargo, el silencio sigue envolviendo la sala y la penumbra recubre su ya agitada respiración. Antonio empieza a sentir miedo, mueve lentamente la otra mano para aferrarse con fuerza al mostrador a la vez que impulsa su cuerpo hacia delante para intentar percibir algún sonido más que le desvele alguna pista de la extraña presencia. Sin ningún éxito, siente cómo alguien le sacude por detrás, a la altura de las rodillas, haciendo que su cuerpo se desplace hacia delante y golpee su  boca bruscamente contra la madera del mostrador. Nota el sabor salado de la sangre en la comisura de los labios y  deja que su cuerpo resbale hasta el suelo. Con la punta de sus zapatos de Gucci negros apuntando hacia el techo, siente cómo esa extraña presencia le oprime con fuerza el pecho. Intenta instintivamente gritar, su voz se extiende sin frenos hueca por el local haciéndole comprender lo que está a punto de suceder. No sirve de nada gritar, está solo, nadie va a escuchar su grito, nadie parece  que vaya a entrar a ayudarlo. El mundo se desvanece para Antonio, que allí sigue tumbado, aguantando la presión en el pecho mientras se agarra a ese pequeño hilo que todavía le vincula a la realidad. Soporta su agonía con pequeñas dosis de recuerdos mientras la presión se extiende hacia los brazos. Antonio ya no ve nada, no escucha nada y está empezando a no sentir nada. Todo lo que había creído real se diluye por completo llevándose con ello esa presencia que tanto daño le ha causado al ritmo de unos interminables segundos que pasan lentamente bajo ruegos desesperados de auxilio.

El local se vuelve a iluminar, Antonio se encuentra de pie, cerca de la puerta, muy lejos del mostrador. Las luces giratorias de una ambulancia se reflejan a través de los cristales del local. 

-- Antonio, ¿puedes oírme?

Antonio apenas escucha lo que dice aquella voz, no recuerda nada de lo que ha pasado y toda su atención se centra en el grupo de gente que hay arremolinada alrededor del mostrador. Durante un instante, cree vivir los esfuerzos inútiles de un hombre por levantarse al otro lado de éste. A estos esfuerzos se le unen los de un personal sanitario haciendo lo imposible por reanimarle. Todas esas sensaciones que le vinculan con la situación, le llevan a sentir el deseo de acercase un poco más hacia el mostrador. Y eso es lo que hace, dirigirse sin prisa hacia el grupo de gente apiadándose del hombre que  yace allí inerte mientras centra su atención en aquellos zapatos Gucci, negros, que sobresalen por debajo del mostrador. Aún creyendo reconocer esos zapatos, Antonio siente por primera vez un soplo inesperado de felicidad por no ser él la persona que está allí tendida, perdiendo la vida, al otro lado del mostrador.


martes, 26 de abril de 2011

FOSTER CITY, DESTINO PERFECTO

  
Mi nombre es Sarah Mayer, tengo 17 años y hoy conoceré cual es mi destino dentro de  Foster City. El Consejo, organismo encargado del funcionamiento y armonía de la ciudad ha solicitado mi presencia en el Destinatorium, y esto en Foster City sólo tiene un único significado. Los Supremos ya han decidido el papel final que voy a desempeñar dentro de la Sociedad y no cabe duda de que será un papel que no sólo garantice mi plena felicidad, sino que consiga una total integración con todos los habitantes de la ciudad. Tengo suerte de haber nacido en Foster City, aquí nada se deja al libre albedrío, desde que nacemos, los Supremos van estudiando todos nuestros movimientos, pasamos los primeros meses de vida en el centro Neonativum con el fin de verificar si somos aptos para ser entregados a la Sociedad. Nunca he sabido qué pasa con aquellos niños que no superan las pruebas, no obstante, el Consejo dice, que esta selección artificial no es casual, sólo pasan los mejores con el fin de asegurar la felicidad continua y universal dentro de la Sociedad. El Consejo decide cuándo el bebé es apto para incorporarse a ésta y ser entregado a la familia a través de su ceremonial correspondiente. Todas  las pruebas que se realizan en el centro quedan registradas en el Sociudum, libro custodiado y de exclusivo acceso a los miembros del Consejo, en el cual queda impresa la clave de la línea de destino de cada ciudadano que no podrá ser alterada bajo ningún concepto.

            Mientras camino dirección al Destinatorium, noto un cosquilleo en el estómago, la exaltación de los sentimientos no está del todo permitida en esta ciudad y es controlada a través de una serie de pastillas que tomamos todos los días, sin excepción, pero este signo de debilidad, comienza a manifestarse en mi cuerpo y aumenta según me acerco al Destinatorium. Me sitúo delante de la puerta del despacho principal, respiro profundamente, no quiero que los miembros del Consejo noten mis pequeños síntomas emocionales y golpeo la puerta tres veces, como bien dice el protocolo, antes de pasar. Deslizo la mano por encima del pomo de la puerta y lo giro hasta oír ese irremediable chasquido, ya no hay vuelta atrás, acabo de abrir la puerta que me mostrará parte de mi destino.

            El Consejo Social está formado por  los 5 Supremos los cuales aguardan mi presencia, sentados, hasta que les hago la reverencia protocolaria para ponerse en pié y dar comienzo a la ceremonia. Me entregan la carta a través de la cual conoceré la profesión que desempeñaré en la Sociedad. La abro, con la premura y cuidado que se presupone en un ciudadano de Foster City, y me sorprendo cuando en ella veo la palabra Supremo. Siempre he entendido que este oficio es reservado a aquellos ciudadanos que denotan cierta diferencia con respecto a los demás, no puede haber más de 5 Supremos en todo Foster City. Mañana comenzaré mi formación para sustituir a una de las personas que me han recibido en este día tan importante y seré afortunada porque tendré acceso al libro Socidium, donde podré revisar una información tan privilegiada como es la de conocer el destino de cada habitante de Foster City, con la única excepción, de que no se me está permitido conocer el mío propio.

            Llevo dos meses en el centro de formación, me reúno 6 horas diarias con los Supremos y voy aprendiendo los mecanismos para controlar la vida de los ciudadanos. Todos los días llego a casa con una sensación extraña, la tranquilidad y felicidad que siempre he sentido, empieza a ser cuestionada en mi cuerpo en forma de pequeños impulsos emocionales que me producen cierta sudoración y palpitaciones. Conozco los protocolos de actuación para este tipo de síntomas, así como para otras situaciones que angustiarían a cualquier ser humano. Tengo el honor de conocer cómo generar el destino de cada persona y cómo conducirlo por el camino adecuado. Antes de que me entregaran mi carta de destino, yo nunca hubiera cuestionado el orden protocolario de Foster City. Comienzo a sentir curiosidad sobre mi línea de destino, he podido ver la de otros compañeros, sé cuando se les emparejará, cuando se casarán y cuando tendrán que aportar su primer hijo a la Sociedad y yo lo único que sé del mío es que seré Supremo, y la curiosidad, es un sentimiento nuevo que ha nacido de la nada y me conduce hacia la vía más prohibida de esta Sociedad, que sin duda alguna consiste en cuestionarse los propios métodos de ésta.

Mis manos sudan como nunca, tengo el Socidium entre mis manos, lo abro lentamente, busco mi nombre dentro de él y obtengo la clave de mi línea de destino. Me dirijo hacia el ordenador central, me identifico sin problema y procedo a meter el código que he apuntado. Estoy a una tecla de conocer mi destino y a una tecla de infringir las reglas de Foster City. Me armo de valor, sentimiento también innecesario e inhibido en nuestra Sociedad, y aprieto la tecla. Un brutal ruido se introduce en mis oídos mientras miro mi línea de destino. Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando observo que una marca roja plasma exactamente este mismo momento, el mismo día y misma hora que marca el reloj de la sala central. Antes de que me de tiempo a girarme, los guardas que parecen preparados para tal suceso, me aprisionan para aplicarme el protocolo oportuno. Intento nefastamente escaparme de ellos, noto un severo pinchazo en mi brazo izquierdo, el líquido fluye por mis venas y comienza a hacer su efecto, a la par que esto sucede oigo las voces de los otros Supremos, ya en forma de susurros lejanos: “Tranquila, tranquila, en Foster City, todo está controlado”.

domingo, 24 de abril de 2011

LUCIA


Mis padres me contaron, que el primer día que fui consciente de mi reflejo en un espejo, intenté acercarme a él como queriendo fundirme con la imagen que de mí reflejaba, y que al separarme de él, estuve llorando sin parar durante más de una hora.
Yo no recuerdo ese hecho, como no recuerdo otros tantos de mi vida, pero supongo que aquel suceso algo tuvo que ver con que mi padre, todas las noches antes de acostarme, me aupara en el espejo del cuarto de baño, para que pudiera contemplarme mientras él dejaba volar su imaginación y fluir sus palabras, relatándome las más disparatadas historias que he escuchado en el transcurso de mi vida. Mientras esto sucedía, recuerdo cómo me reía,  y cómo me gustaba verme reír a la par que lo hacía mi reflejo en aquel espejo. Cuando mi padre creyó que yo ya era lo suficientemente mayor como para irme a la cama sola, o quizás fuera que ya no se sentía con fuerza para encaramarme en el espejo y seguir sorprendiéndome con sus historias, decidí conservar ese pequeño ritual de mirarme fijamente en el espejo del cuarto de baño, antes de meterme en mi cama, para que el velo de las sombras nocturnas cayera sobre mis párpados y disolviera con ellas, el reciente recuerdo de mi vívida imagen en ese espejo. Y de un simple ritual,  pasó a ser una necesidad imperiosa el examinarme todas las noches desde diferentes ángulos intentando, no sé por cual razón, ver siempre a otra persona. Mis esfuerzos siempre eran vanos, porque al fin y al cabo siempre era yo la que me estaba mirando. Y la necesidad pasó a ser una profunda obsesión. Ésta se hizo más candente en el momento en el que ya no sólo me conformaba con mirarme detenidamente. A veces, una amarga sensación de  vértigo me impulsaba a precipitarme contra él. Su mano, que era la mía, unidas a través del espejo templaba cualquier ira o cualquier pensamiento irracional que hubiera podido experimentar durante el día. Y allí, mientras me sostenía a mi misma, la soledad que como sombra había ido arrastrando todo el día, se diluía por completo a través de ese espejo, hasta que mis labios, los suyos, esbozaban aquella pícara sonrisa que me permitía seguir con aquella parte de mi vida que siempre creí muerta. Mis padres nunca parecieron darle importancia a aquel suceso, y aún recuerdo cómo mi padre a veces me miraba mientras yo seguía allí plantada, y sin decir nada, hacía un vano esfuerzo por huir de la escena. Siempre creí que él escondía algo porque parecía entender mis acciones mejor de lo que yo en aquel momento lo hubiera hecho.
Mis creencias no se alejaban tanto de la realidad, y así lo supe la noche del 15 de abril cuando cumplí mis 18 años. Aquella noche, mis padres me entregaron mi partida de nacimiento, es lo que pensé yo en aquel momento al abrirla, porque prácticamente todos los datos coincidían. Misma fecha de nacimiento, mismo lugar de nacimiento, mismos apellidos, mismos padres pero un nombre distinto al mío. Noté cómo mi respiración se aceleraba mientras una especie de vibración comenzó a sacudir  mi cuerpo. Y como un resorte tuve la necesidad de salir disparada, hacia la única posible parada, el espejo.
Me posicioné delante de él y esta vez no tardé en notar cómo mi mirada se fundía con la de una persona diferente con mi misma apariencia. La sangre empezó a agolparse en mi corazón y pude notar cómo mis mejillas se encendieron aunque el espejo no lo reflejó. Pude ver cómo mi rostro se estremecía bajo el manto de aquella mirada y por un instante aquella imagen se nubló intentando confundir más a mis ojos. Y en aquella noche serena, donde la adrenalina se esparcía por mis venas, comprendí aquel vacío que siempre había sentido. Abrí el grifo para intentar enjuagarme el pánico que en aquel momento me envolvía, para levantar la mirada y enfrentarme de nuevo a la suya, porque aquella noche ya sabía la verdad, que yo no era más que una mitad solitaria, que nunca fui yo la que todas las noches  me examinaba, que siempre había sido ella, desde la otra esfera quien lo hacía. Siempre fue ella, mi hermana Lucía.

Publicado en Netwriters el  08/03/11

MAGIA REINCIDENTE


Dicen que cuando en un mismo escenario, un mago es capaz de producir extraños sucesos anidados causando a los espectadores diversos efectos ópticos, estamos hablando de un claro ejemplo de Magia Reincidente.

Era una niña cuando vi al Gran Falucini por primera vez. Llegó a Crystal Ford con su bigote altivo, pelo ondulado y ojos vivarachos para convertir aquel minúsculo pueblo en un punto de encuentro y obligada visita. Por aquel entonces no tenía una gran reputación como mago, todavía era un proyecto de la propia ilusión que él mismo iba generando. Sin embargo, se paseaba por el pueblo con su traje negro y báculo en mano buscando una víctima para regalarle una dosis de magia y así poder nutrirse de su energía para elaborar nuevos trucos. El Gran Falucini decía que no había mejor regalo en esta vida que ver la cara de un espectador tras un truco de magia, porque por un momento, ese niño que aún llevamos dentro, sale de forma espontánea haciéndose esas preguntas que ésta conlleva. Poco a poco el Gran Falucini se ganó el cariño del pueblo y consiguió tener su propio espectáculo en el Teatro New Harold’s.

El Gran Falucini era un mago exigente con su trabajo. Siempre buscaba la manera de sorprender a los espectadores y esto llegó a obsesionarlo de tal forma que intentaba llevar la magia al límite de toda realidad. Siempre trataba de generar esa espiral en la que el espectador se sumergiría aprovechándola para reincidir en ella creando las ilusiones ópticas que jamás nadie hubiera podido imaginar. Al finalizar los trucos el mago se quedaba mirando a ese público todavía arropado por ese halo de incertidumbre y esperaba esos 30 segundos necesarios, para que la gente saliera del aturdimiento y estallara en aplausos que recibiría con agrado.

Poco a poco, el Gran Falucini, incluía trucos más arriesgados en su espectáculo. Trucos que llevaban su vida al límite simplemente por satisfacer a su público y experimentar el frenesí que le producía el éxito. Se hacía sumergir en angostos bidones transparentes repletos de agua bajo la atenta mirada de la gente, para posteriormente ser ocultado por un telón mientras hacía su labor de escape. Mucha gente intentaba aguantar la respiración mientras éste se desataba para ver cuanta capacidad tenía el mago. Algunos incluso, respiraban y seguían con el juego de aguantar la respiración hasta que el telón, se levantaba de nuevo mostrando algunas veces al mago desatado nadando tranquilamente en el agua, y otras veces, el bidón estaba vacío sin rastro del Gran Falucini. En estos casos, la gente miraba hacia todos los lados, se oía un murmullo en forma de cascada que hacía eco en las paredes del New Harold’s y cuando menos te lo esperabas, reaparecía bajo una luz mortecina en alguna de las entradas del teatro, siempre seco y como si nada hubiera pasado. Este era su truco reincidente, con el cual atrapaba a la gente a sabiendas que cualquier truco que le sucediera doblaría su efecto y daría un final magistral a su espectáculo.

Aquella noche mi madre me llevó al teatro a ver al Gran Falucini en directo, y esa noche, se hizo acompañar de un cuarteto de cuerda que parecía tocar un Mozart premonitorio. El Gran Falucini se sumergió como de costumbre en el bidón, atado por sus dos ayudantes. Comencé el juego que todo espectador ya conocía y aguanté la respiración unas siete veces seguidas. Comencé a oír el murmullo de la gente, un murmullo suscitado por la impaciencia. Cuando por fin el telón se levantó, el Gran Falucini no estaba dentro. Las luces del New Harold’s se encendieron y la gente empezó a aplaudir esperando la aparición del mago por alguno de los rincones del teatro. Pasaron los minutos, todos ellos recubiertos por los gritos impacientes de la gente esperando su presencia para despedir el espectáculo, pero el mago nunca apareció y las puertas del New Harold’s se abrieron cortésmente invitándonos a marchar.

Nunca más se volvió a ver al Gran Falucini y muchas han sido las historias que he oído contar a lo largo de mi vida sobre su última actuación. Unos cuentan que cuando el telón subió, el público vio al Gran Falucini flotando en el bidón. Otros mantienen la teoría de que escapó y sigue vivo y otros piensan que algún día reaparecerá en un nuevo escenario con nuevos trucos. Y la verdad es que, piense lo que piense la gente, yo sigo fiel a mi teoría. El Gran Falucini reincidió tanto en la perfección de sus trucos que consiguió evaporarse bajo la óptica de sus ilusiones, aunque sin duda alguna, lo que consiguió aquella noche no fue más que aquello por lo que siempre había luchado: “Sus hazañas siempre serán narradas y su nombre perdurará en el tiempo”.

Publicado en Netwriters el 30/03/11