Siempre se ha dicho que los abuelos disfrutan de sus nietos de una forma
especial. Mi abuelo Pedro no parecía disfrutar de mí lo más mínimo, se pasaba
el día regañándome por tonterías y diciéndome frases del tipo “No sirves para
nada, me recuerdas tanto a tu padre…” La
verdad es que no sabía si me parecía o no a él, desgraciadamente, murió junto a
mi madre en un accidente cuando yo era muy pequeño.
Me pasé la infancia esperando al abuelo a la salida del colegio. Siempre se
presentaba el último. Mientras llegaba, observaba con envidia a mis amigos
correr hacia sus abuelos que les recibían con una amplia sonrisa y los brazos
abiertos. Sin embargo, lo más bonito que me decía al verme era “¡Vamos, holgazán, date prisa y no me
hagas perder el tiempo!” Afortunadamente, mi abuela no era así, compensaba todo
lo que el abuelo Pedro no me daba. Jugaba conmigo y se esforzaba siempre porque
estuviera contento.
Fue en mi adolescencia cuando empecé a cultivar un odio indescriptible hacia
mi abuelo. La realidad es que cada vez soportaba menos su presencia, sus malos
tratos, sobre todo, hacia mi abuela. Me encerraba en mi cuarto buscando ideas
en Internet. Un asesinato que pareciera un accidente. Pero ninguna me
convencía. Una tarde, ya casi sin esperanzas de encontrar ese plan que me
libraría del abuelo, encontré una web, algo extraña, donde te aseguraban un
viaje al pasado que cambiaría tu presente. Obviamente, ese viaje había que
ganárselo explicándoles por qué lo merecías más que otro y qué es lo que
querías solucionar. Rellené sin dudar el formulario incluyendo el motivo y la
repercusión que yo pensaba que podría tener. El motivo ya lo sabéis, asesinar a
la persona que había arruinado mi infancia y la vida de mi abuela y, las consecuencias,
obvias, si mataba a mi abuelo, mi padre nunca nacería y, por consecuencia, yo
tampoco, así que moriría en el mismo instante en el que mi abuelo lo hiciera,
algo que no me importaba lo más mínimo ya que mi deseo de asesinar al abuelo
estaba por encima de mi propia vida. A los dos meses, para mi sorpresa, me
comunicaron que había sido elegido para el experimento y un mes después ya, dentro
de la cápsula del tiempo, los operarios me recordaron las normas “tiene usted
diez minutos para cambiar el presente, le mandamos al lugar, minuto, hora y año
que nos ha indicado. Además, le hemos proporcionado el objeto que ha
solicitado, una pistola, ¿todo correcto?” Asentí con la cabeza y cerré los
ojos. Al abrirlos, si todo iba bien, debería encontrarme en la plaza del pueblo
a las ocho de la noche del diez de febrero de mil novecientos cincuenta y
siete, lugar donde mi abuelo esperaría a mi abuela para llevarla a cenar y
pedirle que se casara con él. Mi abuela me había contado tantas veces esa cita
que era difícil olvidar los datos. Así que así fue, instantes después de que
los operarios accionaran los mecanismos de aquella aparatosa máquina, aparecí,
envuelto en una humareda, en el extremo opuesto de la plaza. Le reconocí
inmediatamente a pesar de su juventud y me acerqué hacia él lentamente.
—¿Es usted Pedro?
—Sí, ¿Qué
quieres, chico? ¿No tienes otra cosa mejor que hacer que molestarme? Venga,
lárgate de aquí muchacho...
— No me conoce,
verdad?
—No, ¿por qué tendría
que hacerlo?
—Porque soy tu
nieto…
Mientras sus
pupilas se dilataban ante mi respuesta, saqué la pistola del bolsillo y le
disparé la única bala que contenía. No logré ver más porque el mismo humo que
me había traído al pasado me empezó a envolver de nuevo hasta, segundos después,
encontrarme frente a los operarios que, sorprendidos, me gritaban desconcertados
“¿No querías matar a tu abuelo? ¡Deberías haber muerto también! ¿En que has
fallado, chico? ¡Te ofrecimos a ti esta oportunidad, pero nos equivocamos!
No sabía en qué
podía haber fallado. Salí del edificio aturdido y desconcertado sin explicarme
cómo el abuelo Pedro había burlado a la
muerte.
Al entrar en
casa, mi abuela se acercó a recibirme preocupada.
—Hijo, ¿te ha
pasado algo? ¡Es muy tarde!
—¿Abuela, y el
abuelo…?
—¿Qué abuelo?
—Mi abuelo… —dije
mirando a la foto de un joven Pedro, que nunca antes había visto sobre el
mueble del salón.
—Ay, hijo, ya
sabía yo que llegaría este día, siéntate, tengo que contarte una cosa…
Tras un suspiró
continuó.
—Este no es tu
abuelo y tampoco fue el padre de tu padre…
—¡¿Entonces
quien es este señor?! —Dije sorprendido
—El amor de mi
vida, hijo pero… lo asesinaron en la plaza del pueblo hace ya mucho tiempo… qué
felices podíamos haber sido.
Y mientras la
apretaba aliviado contra mi pecho, no pude evitar soltar un irónico “No lo sabes tú bien, abuela, no lo sabes tú
bien…”
Bonito relato.
ResponderEliminarUn abrazo.