Su brazo se mueve mientras suena la Sexta sinfonía de
Beethoven. Su puño impacta en mi estómago y mi cuerpo se dobla hacia
delante. Una gota de sudor me resbala por la frente mientras el volumen
de la música aumenta. La cara del agresor se difumina por completo y mi
mano, en un desplazamiento suave, consigue llegar hasta la mesilla para
apagar el maldito despertador.
Las seis y media de la mañana, mi cuerpo sigue paralizado por la
pesadilla. Con la sinfonía pegada a los oídos pienso que, si no hubiera
sido por ella, quizás podría haber devuelto el golpe. Me desperezo, no
vale la pena perder más el tiempo proyectando imágenes de una pelea
ficticia, la verdadera pesadilla está a punto de comenzar, es lunes, un
maldito lunes.
Me levanto, todos mis movimientos son torpes, dejo que mi instinto me
guíe hasta la cocina y preparo el primer café, el primero de muchos. Su
olor es diferente, siempre lo es, y, para colmo, los lunes tampoco sabe
igual. Cuando las primeras gotas de la ducha caen sobre mi cabeza
empiezo a percatarme de qué clase de día me espera. Miles de
expedientes, aún sin clasificar y apilados en varias mesas, aguardarán
impacientes mi llegada para ser procesados. Cientos de correos retenidos
el fin de semana en el servidor entrarán sin piedad en mi ordenador y,
todos ellos, por supuesto, serán incidencias de carácter urgente. Para
colmo, el señor Martínez, al que no parecen sentarle bien los fines de
semana, se paseará alrededor de las mesas. Apenas nos dejará respirar.
Nuestro ahogo se mezclará con el ruido de la maquinaria de Textiles Martínez que
comenzará a funcionar a las ocho en punto. Un minuto de retraso
significaría una catástrofe, no para la empresa, sino para los
empleados. La pesadilla de los lunes se convertiría en un verdadero
infierno. La voz de Martínez se elevaría por encima del ruido de los
motores y traspasaría las finas paredes de las oficinas, nuestras
cabezas se esconderían tras los monitores y nadie más, en todo el día,
se atrevería a decir ni una sola palabra.
Termino de vestirme, son las siete de la mañana, me apresuro a salir
de casa porque el autobús, siempre puntual, hace su parada a las siete y
diez en la calle Río Segre. Casi siempre tengo que echarme una pequeña
carrera, aunque los lunes no, los lunes voy con tiempo, sería
imperdonable llegar tarde un día como este.
Hoy no hay demasiada gente esperando bajo la marquesina, miro a lo
lejos intentando divisar la silueta del autobús que parece, por primera
vez en mucho tiempo, retrasarse. Empiezo a impacientarme, pienso en el
señor Martínez y me inquieto aún más. Por fin lo diviso a lo lejos, mi
reloj marca las siete y veinticinco, respiro tranquilo, creo que aún
puedo llegar puntual.
Saco el libro del maletín, una historia policiaca me ayuda a no
pensar en la larga jornada que me queda. Con el vaivén del autobús el
inspector González encuentra la prueba definitiva para resolver el
asesinato que me ha quitado el sueño en las últimas semanas y, justo a
falta de diez hojas para terminar el libro, el autobús hace su parada en
calle Las Palmas frente a Textiles Martínez. La resolución
del caso tendrá que esperar. Son las siete y cincuenta y siete. Aún
dispongo de tres minutos para llegar a mi puesto de trabajo.
Miro a mi alrededor, no estoy acostumbrado a tanta calma, ningún
claxon me ha atravesado los oídos. A pesar de no haber comenzado
demasiado bien el día, quizás sea un buen presagio, puede que este lunes
sea diferente.
Acelero el paso hacia la puerta, no quiero llegar tarde, empiezo a
concentrarme, en mi cabeza ya sólo existen temas laborales. No puedo
permitirme pensar en el inspector González y en esas diez hojas que me
quedan para acabar el libro. Tengo que dejarlas aparcadas hasta las
siete de la tarde, hora a la que acostumbro a salir todos los lunes,
aunque el horario oficial de salida sean las cinco y media.
Son las ocho y un minuto, tiro de la puerta, parece estar atascada,
vuelvo a intentarlo con algo más de fuerza, tampoco tengo éxito. Empiezo
a asustarme, la frase con la que nos amenaza a diario el señor Martínez
ya suena en mi cabeza: “Un día cerraré la puerta a las ocho y un minuto
y quien no esté en su puesto de trabajo será despedido”. Son las ocho y
dos minutos, la angustia se apodera de todo mi cuerpo pensando en la
posibilidad de que el señor Martínez haya llevado a cabo sus amenazas.
Respiro hondo, puede que acabe de perder mi puesto de trabajo. Intento
llevar la vista a través del cristal por si al otro lado hubiera algún
compañero al que pedir ayuda. Quizás aún pueda colarme sigilosamente y
alcanzar mi mesa sin ser descubierto, puede que con un poco de suerte el
señor Martínez no haya pasado aún por la oficina. No puedo llevar la
vista más allá del cristal. Un cartel, que cuelga ligeramente torcido en
la puerta principal, me lo impide.
Ya lo he dicho en otra parte y lo repito aquí: como sigas a esta marcha, dentro de poco tu talla de escritora no tendrá altura, sino altitud.
ResponderEliminar:-)
Un relato de quitarse el sombrero, Ana.
Abrazo grande, grande.