Cuando Emma fue
seleccionada para realizar la entrevista al señor Cuevas no se sintió muy
entusiasmada. El señor Cuevas no era uno de esos famosos a los que abordaríais
en la calle para fotografiaros con él. La fama del señor Cuevas era diferente.
Me gustaría deciros que fue su gran carrera como osteólogo lo que llevó a la
revista de Emma a interesarse por su persona, pero no sucedió así. Alguien que
conozca un poco el contenido de las publicaciones de “Dime” sabría que el
objeto del reportaje no era mostrar el extraordinario trabajo que Cuevas había
desarrollado durante su carrera. El tipo de lector de “Dime” nunca leería una
reseña llena de referencias a artículos científicos sobre la anatomía del
sistema óseo. Sus compradores esperaban noticias de carácter sensacionalista,
algo para poder contar luego a sus amigos. Y aquí es cuando nos
preguntamos... ¿qué sensación puede producir un osteólogo retirado de ochenta
años? Pues, según sus vecinos, mucha. Su obsesión por los huesos había traspasado
cualquier límite de cordura.
Cuando Emma tuvo
el privilegio de entrar en la vivienda del señor Cuevas, un escalofrío recorrió
su espalda. Supongo que cualquiera se habría estremecido al pisar aquella casa
porque, más que una casa, parecía un cementerio óseo. De las paredes
colgaban todo tipo de huesos: largos, cortos, planos… Los adornos de las
estanterías se asemejaban a esqueletos de pequeños roedores, todos ellos bien
ensamblados, y todo el mobiliario contenía algún detalle osudo. Baste decir que
las patas de la silla donde la propia Emma se sentó para realizar la entrevista
tenían forma de fémur.
El señor Cuevas
se mostró tranquilo durante todo el encuentro, algo que no le sucedió a Emma.
No vamos a culparla por ello… ¿quién no se sentiría incómodo ante tal tétrico
escenario? Las primeras preguntas fueron dedicadas a su infancia “¿Cómo se
desarrolló esa afición por los huesos?” Respuesta conocida por todos los
habitantes del pueblo. La culpa, una alita de pollo, mejor dicho, el hueso de una
alita. El descubrirla provocó un ataque de risa al pequeño Cuevas. Su
madre siempre aseguró que ese fue el origen de todo.
La segunda ronda
de preguntas se centró en sus años universitarios y en su carrera profesional.
Preguntas obligadas que Emma tenía preparadas pero que sabía de antemano que no
le servirían para su artículo.
Llegó la tercera
batería de preguntas. Era aquí donde Emma tenía esperanza de encontrar algo
jugoso para publicar. ¿Cuáles eran las rutinas actuales del señor Cuevas? Los
vecinos aseguraban que salía muy temprano todas las mañanas y volvía hacia
mediodía cargado con un saco. Nadie había visto su contenido pero todos lo
imaginaban. Huesos. Emma intentó confirmarlo y, lo más importante, averiguar su
origen. Como podréis imaginar, las leyendas urbanas eran variadas. La más
sonada, la de las alcantarillas, donde se suponía que Cuevas bajaba en busca de
roedores para robar sus huesos. Esto justificaría la peculiar decoración de sus
estanterías. Pero toda pregunta comprometida obtenía la misma contestación:
“secreto de coleccionista”.
La última
apuesta de Emma fue la del amor. ¿Habría dejado tanto hueso enamorarse al señor
Cuevas? La respuesta era un sí. Había existido una señora Cuevas,
pero nada que destacar sobre ello. A esas alturas, Emma ya
había perdido toda la esperanza de encontrar su noticia pero el señor
Cuevas concluyó su última frase con un suspiro. “Aysss... si es que
aún estoy loco por sus huesos”. Ante tal afirmación, Emma dio un respingo
de la silla exclamando “¡¿Cómo dice?!”
Cuando Emma vio
el esqueleto de la señora Cuevas reposando sobre la cama del dormitorio, tuvo
claro que el número de ventas de la revista “Dime” se dispararía con aquel
reportaje. Siempre y cuando, claro, fuera capaz de reponerse al susto y
salir de aquella casa lo antes posible.