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viernes, 6 de julio de 2012

COBARDÍA



Las dos de la tarde, aún me queda una hora para enfrentarme de nuevo a la mirada de la señora Wellington. Ella estará sentada una vez más frente a mi y me mirará, estoy segura de que lo hará, intentará mirarme a los ojos y no sé si podré resistirlo. Su mirada me recuerda a la de mi madre. También su cabello, su sonrisa, su forma de hablar, incluso su forma de vestir, con esos amplios trajes que cubren todo su cuerpo, pero mi madre nunca estaría allí, en el lugar donde ahora ella se encuentra.

La primera vez que la vi creí haberme confundido de persona. “¿Ella es la señora Wellington?”, exclamé sin darme cuenta en voz alta. “No puede ser, no puede ser ella”, me repetía una y otra vez una voz interior, “está claro que tienen que haberse confundido”. Pero no, no se habían confundido, aquella mujer, de mediana edad, era la señora Wellington. Todos los datos de los informes que había leído días antes sobre ella se amontonaron en mi cabeza. Nunca la hubiera imaginado de aquella forma y, sin embargo, allí estaba, sentada, posando su dulce y profunda mirada sobre la sombra de mi silueta.

Miro el reloj, el tiempo parece transcurrir más lento de lo habitual aunque quizás sea el latido de mi corazón, cada vez más acelerado, el que me transmite esa sensación. Me tumbo en la cama y respiro profundamente intentando calmarme aunque no tengo demasiado éxito. Trato de no pensar en ella pero la repetición de alguna de las conversaciones que he escuchado en la sala número 13 se reproduce en mi cabeza.

—Señora Wellington ¿Dónde se encontraba usted el 17 de Julio de 2006 a las 17 horas?
-—En casa de mi hija, señor Walter.
-—¿Está segura, señora Wellington, está segura de que no fue a visitar a su amiga Kitty Holmes?
-—No, señor, fui a visitar a mi hija, ella puede decirlo...
-—Entonces, ¿por qué encontramos su bolso en casa de la señora Holmes?. Dígame señora Wellington, ¿qué hacía allí su bolso?
-—No sé, alguien lo llevaría, yo no estuve ese día en casa de Kitty..
-—Y… ¡¿por qué dentro de su bolso había un ticket de compra de ese mismo día, señora Wellington?! ¿Cómo llegó ese ticket y su bolso a casa de la señora Holmes? ¿Puede explicar eso, puede explicarlo....?!!
—No sé cómo llegó mi bolso allí...
—Pues se lo voy a decir yo, señora Wellington, ¿no será que se lo dejó olvidado el día que asesinó a su amiga Kitty Holmes?
—¡Protesto señoría!

Las tres menos cuarto, alguien llama a la puerta y suena una voz en el pasillo.

Señorita Baker, ¿está usted preparada?

Me miro en el espejo y me recoloco el pelo, como si fuera yo la que va a ser juzgada, y abro la puerta. Mientras me conducen hacia la sala sigo pensando en las respuestas que días atrás dio la señora Wellington. Ella siempre había estado calmada, firme en todas sus contestaciones pero, sobre todo,  siempre había apoyado sus respuestas en argumentos que contradecían las acusaciones.

-—Yo no lo hice, lo juro. Alguien debió de tenderme una trampa. Yo quería mucho a Kitty, eso lo sabe todo el mundo, no le hubiera hecho daño nunca.
—Pero hay testigos que dicen que usted discutió con la señora Holmes  la noche anterior a su asesinato. ¿ Qué puede decir sobre eso, señora Wellington ?
—Es cierto, no lo niego, esa noche discutimos, como otras veces, pero eso no es motivo para asesinar a alguien. Casi todas las amigas discuten alguna vez en la vida y eso no es motivo de asesinato, créame señor Walter, se equivocan de persona.

Y así, recordando fragmentos del juicio, llego a la sala número 13, donde me siento junto a los demás miembros del jurado. Lo sé, ha llegado la hora decisiva, no hay vuelta atrás. Escucho el veredicto de mis compañeros, que han decidido a favor de los argumentos del fiscal. Trato de escapar a esos ojos que tanto me recuerdan a mi madre y que no hacen más que mirarme dulcemente. Intento olvidar todas las respuestas coherentes que ha dado a lo largo de estos días y que han dado tantas vueltas en mi cabeza. Intento no pensar cuál fue el criterio que tuvieron para seleccionarme como jurado de este caso. Cierro los ojos en un acto de cobardía, no quiero verla más porque no podría resistir el recuerdo de su mirada cuando pronuncie mi última palabra: “Culpable”.